Escuelas que castigan vs. escuelas que acompañan: una mirada crítica (Dr. Álvaro Albornoz)



Durante décadas, muchas escuelas han operado bajo un modelo rígido donde el control, la obediencia y el castigo han sido pilares del orden. Niños en fila, silencio absoluto, sanciones por moverse, hablar o equivocarse. En este modelo, el castigo se presenta como una herramienta pedagógica, como un modo de “corregir” comportamientos. Pero, ¿realmente educa el castigo? ¿O solo genera miedo y sumisión? ¿Qué tipo de seres humanos forma una escuela que castiga? Y, sobre todo, ¿Cuál es la alternativa?

Una escuela que castiga pone su energía en sancionar lo que sale mal, en etiquetar, en silenciar. Es una escuela donde el error se penaliza, donde el niño que no encaja es “problema”, donde se exige respeto sin enseñarlo. En estos espacios, muchos estudiantes aprenden a portarse “bien” por miedo, no por comprensión. Se limitan a obedecer sin desarrollar juicio crítico, autonomía ni autorregulación.

El castigo —sea físico, verbal, emocional o simbólico— no forma mejores personas. Puede generar obediencia momentánea, pero muchas veces daña la autoestima, alimenta la rabia o provoca desconexión emocional. Y cuando el adulto no está, el comportamiento cambia, no porque haya aprendizaje, sino porque desapareció el miedo. Es un cambio superficial, frágil, que no transforma.

En cambio, una escuela que acompaña, educa desde el vínculo y no desde la amenaza. Comprende que el comportamiento es una forma de comunicación, no un delito. Que detrás de cada conducta hay una emoción, una necesidad, una historia. Una escuela que acompaña no tolera la agresión, pero no responde con más agresión. Establece límites firmes, sí, pero desde la empatía, la reflexión y la reparación, no desde la humillación o el aislamiento.

Acompañar no significa permitirlo todo. Significa enseñar con el ejemplo, sostener con presencia, guiar con respeto. Es escuchar antes de sancionar, ofrecer herramientas para resolver conflictos, y trabajar las habilidades sociales, emocionales y de autorregulación como parte del currículo diario. Porque el respeto no se impone, se construye. Y la disciplina no se logra castigando, sino educando.

En una escuela que acompaña, los docentes no solo corrigen conductas: forman personas. Ayudan a los niños a conocerse, a identificar sus emociones, a reconocer el impacto de sus actos y a buscar soluciones. No hay listas eternas de castigos, sino espacios de diálogo, acuerdos de convivencia, círculos restaurativos y contención emocional.

El cambio no es fácil. Acompañar toma más tiempo, más energía, más humanidad. Pero es un camino más profundo, más justo y más duradero. Porque los niños que se sienten acompañados, comprendidos y valorados no necesitan gritar para ser vistos, ni portarse mal para ser escuchados.

Hoy más que nunca necesitamos escuelas que eduquen desde la dignidad, no desde el miedo. Que enseñen con firmeza, pero también con ternura. Que no se centren solo en el comportamiento, sino en el desarrollo integral. Porque educar no es domesticar: es acompañar con amor y límites hacia una vida plena y consciente.


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