El niño neurodivergente no está roto: está esperando ser entendido (Dr. Álvaro Albornoz)

 


Hay niños que no se quedan quietos. Que interrumpen, que no siguen la fila, que no entienden las reglas a la primera. Hay otros que no hablan cuando se espera que hablen, o que repiten lo mismo una y otra vez. Algunos parecen vivir en su propio mundo, otros se abruman con los ruidos, otros necesitan moverse para pensar, y otros memorizaron datos que nadie más recuerda. A veces los etiquetan de “difíciles”, “raros”, “problemáticos”. Pero no están rotos. Están esperando ser entendidos.

Los niños neurodivergentes —ya sea con TDAH, autismo, dislexia, trastornos del lenguaje, altas capacidades o cualquier otro perfil neurológico diferente— no son errores del sistema. Son expresiones legítimas de la diversidad humana. Su manera de percibir, procesar e interpretar el mundo puede ser distinta a la que se considera “promedio”, pero no por eso es menos válida. No necesitan ser corregidos para encajar. Necesitan ser comprendidos para florecer.

Durante mucho tiempo, la educación y la crianza se han enfocado en la corrección: en hacer que todos los niños “funcionen” igual. Que presten atención de la misma forma, que aprendan al mismo ritmo, que se comporten según las normas sociales preestablecidas. Pero este modelo uniformador ha dejado fuera —y ha hecho sufrir— a muchos niños que simplemente no encajan en esa estructura rígida.

Un niño neurodivergente que no es comprendido puede pasar por años de frustración, baja autoestima, ansiedad o aislamiento. Se le exige que cambie, que se “porte bien”, que “controle” algo que muchas veces no entiende o no puede manejar solo. Se le castiga por necesidades que no ha elegido tener. Y poco a poco, aprende que para ser aceptado, debe esconder quién es.

Pero cuando ese mismo niño encuentra adultos que lo miran sin juicio, que se informan, que adaptan, que lo acompañan sin querer “arreglarlo”, ocurre algo extraordinario: empieza a florecer desde su verdad. Aprende a reconocer sus talentos, a aceptar sus desafíos, a desarrollar herramientas para navegar el mundo sin renunciar a su esencia.

Comprender a un niño neurodivergente no significa tolerarlo todo sin límites. Significa educar desde la empatía, ofrecer apoyos reales, ajustar expectativas, enseñar estrategias concretas y, sobre todo, sostener emocionalmente. Significa pasar del “¿qué le pasa?” al “¿qué necesita?”, del juicio al cuidado.

Las familias y las escuelas tienen la responsabilidad ética de abrir espacios donde la neurodiversidad no solo sea aceptada, sino valorada. Donde un niño que se mueve mucho no sea castigado, sino escuchado. Donde uno que tarda más en leer no sea humillado, sino acompañado. Donde uno que no mira a los ojos no sea etiquetado, sino respetado.

Porque cada niño neurodivergente es mucho más que un diagnóstico. Es una historia en construcción, un universo por descubrir, una mente con caminos propios, un ser humano con derecho a ser amado tal como es.

No están rotos. No están fallando. Están esperando un entorno que deje de empujarlos a ser otros y les permita —al fin— ser ellos mismos.

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