Madres que crían solas: fuerza silenciosa, amor sin condiciones (Dr. Álvaro Albornoz)

 


Hay mujeres que llevan sobre sus hombros la tarea de criar, sostener, educar y proteger sin compañía. Mujeres que se levantan temprano para preparar loncheras, que corren al trabajo y regresan a casa con la misma energía que usaron durante el día. Que escuchan tareas, atienden llantos, dan abrazos, imponen límites y ofrecen ternura, todo en una misma jornada. Son las madres que crían solas. Y aunque muchas veces el mundo no lo ve, su labor es una de las más admirables y valientes que existen.

Ser madre ya es un acto de entrega profunda. Pero ser madre sola —por elección, por abandono, por separación, por ausencia, por muerte— implica una complejidad emocional y práctica que pocas veces se reconoce con justicia. No hay a quién turnarle las preocupaciones, no hay relevo cuando el cansancio se acumula, no hay quien comparta los miedos, las decisiones ni las cuentas del mes. Todo lo hacen ellas. Con lo que hay. Como pueden. Y muchas veces, lo hacen con amor infinito y una sonrisa.

Estas madres son maestras sin título. Psicólogas sin consulta. Enfermeras sin horario. Cocineras, administradoras, defensoras incansables de sus hijos. Resuelven problemas, explican matemáticas, se inventan juegos, responden preguntas difíciles. Acompañan en las enfermedades, celebran los logros, secan lágrimas y sostienen sueños. Algunas lo hacen mientras estudian, mientras trabajan en doble turno, mientras sanan sus propias heridas.

Y aunque hay días en los que se sienten al límite, no se rinden. Aunque a veces se preguntan si lo están haciendo bien, no se detienen. Aunque les falte apoyo o compañía, se convierten en refugio, guía y sostén.

Pero no deberían hacerlo solas. No por falta de capacidad, sino porque la crianza no debería ser una carga que recae solo en una persona. La sociedad entera tiene una deuda pendiente con estas madres: reconocerlas, acompañarlas, apoyarlas sin juicio. Las escuelas también pueden y deben ser aliadas. Escucharlas, comprender sus tiempos, no suponer que siempre hay dos adultos disponibles. Adaptar, dialogar, ofrecer espacios de participación real.

También es hora de cambiar el lenguaje. Ser madre soltera no es una falla, ni una vergüenza. No define a una mujer por lo que falta, sino por lo que entrega. Por la dignidad con que se enfrenta a la vida, por la ternura con que transforma las dificultades, por la valentía con que construye hogar incluso en medio del cansancio o la incertidumbre.

Sus hijos —aunque a veces cueste— también aprenden de ellas el valor del esfuerzo, la sensibilidad, la fortaleza y el amor sin condiciones. Porque una madre presente, amorosa y firme, puede ser suficiente para formar personas íntegras. Y cuando esa madre además sabe pedir ayuda, construir redes, y darse espacio para cuidarse, entonces está enseñando una de las lecciones más importantes de todas: que el amor sano también incluye amor propio.

A todas esas madres que educan y crían solas: este reconocimiento es para ustedes. Lo están haciendo mejor de lo que creen. Sus hijos, aunque quizás aún no lo sepan, un día entenderán que lo que hacen cada día es un acto de amor gigante, silencioso y profundamente transformador.

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