El valor de escuchar la voz de los niños en la escuela (Dr. Álvaro Albornoz)
En muchas escuelas, los niños aprenden a leer, pero no aprenden que su voz importa. Aprenden a seguir instrucciones, pero no a expresar sus ideas. Se les enseña a quedarse en silencio, a levantar la mano, a esperar su turno… pero pocas veces se les pregunta realmente qué piensan, qué sienten, qué sueñan. Y así, lentamente, muchos niños aprenden que su voz no tiene peso. Que lo que tienen para decir no es tan importante como lo que se espera que repitan.
Pero la infancia no es un ensayo para la vida. Es vida. Y si queremos formar ciudadanos críticos, empáticos, creativos y conscientes, debemos empezar por escuchar a los niños hoy, aquí y ahora.
Escuchar la voz de los niños en la escuela no significa que ellos tengan siempre la última palabra. Significa que tienen derecho a tener una palabra. A opinar sobre lo que les afecta. A contar cómo se sienten, qué los incomoda, qué los entusiasma, qué cambiarían si pudieran. Significa hacerles saber que su voz vale tanto como la del adulto, aunque su experiencia sea diferente.
Cuando un niño es escuchado, se siente respetado. Su autoestima crece. Se conecta con sus emociones y aprende a expresarse sin miedo. Y ese acto, tan aparentemente simple, tiene un impacto profundo: forma personas seguras, libres y responsables.
Escuchar no es solo oír. Es mirar con atención, validar sin burlas, dejar espacio al silencio y a la espontaneidad. A veces los niños no hablan con palabras, sino con gestos, con dibujos, con el cuerpo. Saber leer esas formas de comunicación también es parte de escuchar.
En una escuela que escucha, las reglas se construyen con participación. Los conflictos se resuelven con diálogo. Las clases no se dictan desde el púlpito, sino que se cocrean con preguntas, ideas y experiencias compartidas. Se hacen asambleas, se abren espacios para la opinión, se consulta a los niños sobre decisiones que los involucran. Porque ellos también son parte de la comunidad educativa, no simples receptores de contenidos.
Cuando los adultos escuchan a los niños, también aprenden. Porque los niños traen sabiduría, preguntas incómodas, miradas frescas. Nos recuerdan lo esencial. Y cuando nos atrevemos a escuchar, no solo los formamos a ellos: nos transformamos nosotros.
Silenciar a un niño es apagar una chispa que pudo haber encendido una gran idea, un cambio justo, un mundo mejor. Escucharlo es decirle: tu voz existe, tu voz cuenta, tu voz puede transformar. Y eso, quizás, es el acto más educativo de todos.
Comentarios
Publicar un comentario