El impacto del estrés escolar en los niños. (Dr. Álvaro Albornoz)



El estrés no es exclusivo de los adultos. También los niños lo sienten, lo cargan, lo sufren. Aunque muchas veces se espera de ellos que se adapten fácilmente, que cumplan sin protestar, que respondan con rapidez, la presión que viven en el entorno escolar puede afectar profundamente su bienestar físico, emocional y cognitivo.

El estrés escolar no siempre se manifiesta con palabras claras. A veces se disfraza de dolores de cabeza, falta de apetito, insomnio o irritabilidad. En otros casos, aparece como retraimiento, baja autoestima, dificultad para concentrarse o incluso como conductas desafiantes. Un niño que llora antes de ir a clases, que se enferma con frecuencia o que pierde la alegría por aprender, quizás no está portándose mal, sino que está estresado.

¿Y qué les estresa?
La lista es larga. Les estresa la sobrecarga de tareas, el miedo a equivocarse, la presión por sacar buenas notas, el temor a ser comparados o ridiculizados. Les estresa el poco tiempo para jugar, la rigidez de algunas normas, el trato injusto, la falta de vínculos afectivos en el aula. Y también les estresa sentir que no pueden hablar de lo que sienten, porque a veces ni siquiera los adultos lo notan.

En una cultura escolar donde todo se mide, se califica y se exige, es fácil olvidar que el niño está en formación. Que necesita tiempo, contención, flexibilidad. Que no todos aprenden igual, ni al mismo ritmo, ni con las mismas herramientas. Y que detrás de cada “no quiero ir a la escuela” puede haber una historia que merece ser escuchada con respeto.

El estrés crónico en la infancia no es inofensivo. Diversos estudios muestran que puede afectar el desarrollo cerebral, el sistema inmunológico y el equilibrio emocional. Un niño sometido a estrés constante no solo sufre en el presente: también puede cargar esas huellas en la adolescencia y en la vida adulta.

¿Qué podemos hacer como familias y como escuelas?

Primero, abrir los ojos y el corazón. Mirar más allá de las notas y los informes. Escuchar con atención. Preguntar cómo se sienten en el colegio. Validar sus emociones, incluso cuando no las comprendamos del todo.

Segundo, equilibrar la exigencia con la empatía. No se trata de eliminar todos los retos, sino de acompañarlos con afecto, de adaptar los apoyos según cada niño, de recordar que el objetivo no es formar estudiantes perfectos, sino personas sanas, curiosas y felices.

Tercero, defender el juego, el descanso y el movimiento como derechos esenciales. Los niños no son máquinas de rendimiento. Necesitan espacios para reír, equivocarse sin miedo, moverse, imaginar. Aprenden más y mejor cuando están emocionalmente seguros.

Y por último, transformar la cultura escolar. Crear entornos donde el error sea parte del aprendizaje, donde el vínculo sea tan importante como el contenido, donde se valore la diversidad de ritmos y talentos. Donde un niño no sea definido por su boleta, sino por su esfuerzo, su proceso y su bienestar integral.

El estrés escolar no es inevitable. Es una señal de alerta que nos invita a construir escuelas más humanas, más respetuosas, más cercanas. Porque un niño que aprende con miedo puede cumplir, pero un niño que aprende con alegría se transforma.

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