Cuando falta la vocación y la pedagogía: el riesgo de educar sin amor. (Dr Álvaro Albornoz)

 


En cada escuela, los niños y niñas depositan una confianza inmensa en sus maestros. Esperan ser guiados, escuchados, inspirados. Pero no todos los que ocupan un aula lo hacen desde la vocación ni desde la preparación adecuada. Y cuando un maestro enseña sin amor ni pedagogía, la escuela pierde su alma.

La falta de vocación no se disimula. Se nota en el desinterés, en el tono seco, en la impaciencia frente al error, en el trato mecánico. Se nota cuando un maestro no recuerda los nombres de sus estudiantes, cuando repite las clases sin pasión, cuando solo espera que suene el timbre. Se nota cuando el aula se convierte en un lugar de imposición, no de encuentro.

Y la falta de pedagogía también deja huellas. Porque saber un contenido no es lo mismo que saber enseñarlo. No basta con dominar un tema; hace falta saber transmitirlo, adaptarlo, hacerlo vivir en la mente y el corazón de los alumnos. Un maestro sin formación pedagógica puede terminar enseñando desde la rigidez, sin entender los ritmos del aprendizaje, sin atender las diferencias individuales, sin conectar con la realidad emocional de sus estudiantes.

Los niños no son hojas en blanco ni recipientes vacíos. Son personas en proceso, con miedos, talentos, historias únicas. Necesitan más que información: necesitan presencia, respeto, estímulo, paciencia y humanidad. Y eso no se improvisa. Se cultiva con vocación y se fortalece con formación.

Una escuela que permite que sus aulas estén llenas de docentes sin vocación o sin pedagogía está renunciando a su misión más noble. Está normalizando el daño silencioso que ocurre cuando un niño deja de creer en sí mismo porque su maestro lo humilló. Cuando una niña se desconecta del aprendizaje porque nunca fue mirada con interés. Cuando el conocimiento se vuelve una carga, no una aventura.

Esto no es una condena contra quienes enseñan con dificultades. Todos los docentes pueden atravesar momentos de desgaste, frustración o inseguridad. Lo importante es reconocerlo y buscar apoyo, no instalarse en la indiferencia. Porque enseñar sin vocación ni pedagogía no solo afecta los resultados escolares: hiere la autoestima, apaga la curiosidad, rompe vínculos que deberían ser sagrados.

Es urgente que las escuelas valoren la formación continua, que exijan perfiles verdaderamente comprometidos, que no llenen vacantes solo por cubrir horarios. Es urgente también que los sistemas educativos se tomen en serio la tarea de cuidar al docente: para que enseñar vuelva a ser una pasión, no una carga.

Y si alguien que lee esto siente que perdió el sentido, que ya no conecta, que está cansado de enseñar, también merece ser escuchado. Porque a veces no es falta de vocación, sino agotamiento emocional, condiciones laborales injustas o soledad profesional. En esos casos, lo que hace falta es acompañamiento, no juicio.

La vocación no es solo un llamado romántico: es una responsabilidad profunda. Y la pedagogía no es un adorno académico: es el corazón mismo del acto de enseñar.

Porque en la vida de un niño, un buen maestro puede marcar un antes y un después. Y un mal maestro, también.

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